miércoles, 29 de junio de 2011

Monserrath Astudillo


  La Monse


La vuelvo a ver luego de varios años, se mantiene inconfundible por su sonrisa y por ese agudo sentido del humor que la ha acompañado siempre, como cuando en la universidad asomaba una tarde cualquiera con su versión propia de “agua de veneno”, o con su versión de “pelo suelto”, o de “si una vez dije que te amaba hoy me arrepiento” de Selena. La imitación se le daba a la Monse Astudillo, no había “jornadas culturales” en la UDA sin ella y sin el Alfredo Campo.




Una noche de esas que abundan en la vida de los estudiantes, nos topamos en las afueras del coliseo de Cuenca, se presentaba la “Gaviota” Margarita Rosa de Francisco, nosotros sin plata, sin boletos, ya no recuerdo como, de pronto estábamos en la primera fila del concierto, la Monse subida en la tarima, dirigiendo un coro improvisado que le pedía a gritos a la espectacular colombiana “dame un hijo gaviota, dame un hijo”.

    La “Monse” pertenece a una generación de estudiantes de Las Catalinas que se caracterizaron por sus bajas notas en conducta –según la versión que ellas mismo cuentan- . Pasó a la UDA a estudiar Comunicación y culminó la carrera, aunque esa época le sirvió para descubrir su amor por la actuación.  Algo hizo en Cuenca en ese campo, y se fue.

   

    Recuerdo cuando regresó a estrenar “La llave del Armario” en el Teatro Sucre estuvo lleno, colmado de aplausos para la amiga, la hija, la hermana, que regresaba a la comarca a mostrarnos que siempre estuvo en lo cierto.
En algún momento intentó volver a Cuenca,  pero en ese entonces -no se si ahora seguirá igual- acá no se podía vivir de la actuación. Es de esos momentos en los cuales el corazón se llena de demonios, porque se quiere volver a la tierra propia, con los seres queridos, con las ilusiones a cuestas, pero no queda más que dejarlo todo, porque es bueno llenarse de amor  pero lo de uno parece estar fuera.

    De seguro debe haberse topado con muchas promesas, reunido con muchos burócratas, oído muchos discursos inaugurales, en exposiciones, en la prensa; pero, el ritmo, el color, el aroma de la realización vienen de lejos. Me la imagino rearmando sus cosas, despidiéndose de su mamá y papá con alguna broma, con el corazón con ganas de llorar, pero no, a lo lejos sonaba un andarele esmeraldeño, un son cubano, una salsa y hasta un sanjuán que le acariciaban ese mismo corazón triste. Se fue de nuevo.

    La vimos haciendo de verdulera en Las Zuquillo, leímos sobre ella en los diarios, la envidiamos cuando hizo parte del elenco de la película “Pasos de Baile” que dirigió John Malcovich, ahí actuó junto a más ni menos que a Javier Bardem. Siguieron las obras, los viajes, los sueños, los amores. 

    No fue nada raro verla en la televisión, en varios programas, creciendo como artista, de pronto su pequeño rol, de cuencana torpe y complicada se fue agrandando en “Toño Palomino” , cada presencia de la Monse apantallaba al resto, su naturalidad y gracia se dejaron ver. La consecuencia natural de su actuación fue lograr el rol protagónico de “El exitoso Licenciado Cardoso” la versión ecuatoriana de “Los Fabulosos Pellts”.

    Nada parece haber cambiado en ella, aunque claro ahora es una famosa amable que va brindando sonrisas a quienes la reconocen, pero los cuencanos nos caracterizamos por tener sangre de perro para eso de adular a la gente de la pantalla, y mucha gente la reconoce pero la mira de lado, o simplemente cuchichean cuando ella pasa o se sienta en la mesa de al lado. Y claro, la Monse también es cuencana: “Si les ves a esas de la otra mesa ? Igualitas todas, sucas pintadas, mismo labial, mismo pelo, misma ropa, que de lo último”.


Por: Patricio Montalezza


martes, 28 de junio de 2011

Un libro sobre helados


Helados en Cuenca

Noviembre de 2009. Estaba en el proceso de investigación de El libro de oro del helado argentino, que escribí con Natalí Schejtman. Muy pocos días después de un viaje a Cali, salí para Cuenca. Siempre he probado helados en cada lugar que visito, antes, durante y después del libro (recientemente editado por la editorial Sudamericana). En Cali había encontrado una o dos heladerías, y había probado el helado de chicle –una curiosidad colorinche antes que un buen helado–, pero Cali no parecía una ciudad de helados. En una escala hacia Cuenca, leí en la guía Lonely Planet de Ecuador que en Cuenca había tradición heladera. El viaje al Festival de Cine ya tenía un atractivo extra. Llegué a Cuenca y en un radio de pocas cuadras alrededor del hotel encontré varias heladerías. Definitivamente, la gente de Cuenca era gran consumidora de helados (y de dulces varios, pero esa es otra historia). Y había oferta para abastecer ese consumo. Había helados para comer en cono, de sabores como manjar (lo más cercano al dulce de leche, el helado emblema de la Argentina), esos más norteamericanizados de “cookies” y de muchos otros. Y, por supuesto, de frutas varias. Mi sabor preferido: naranjilla (en helado, pero también me gusta mucho en jugo). Ese es para mí el sabor del helado en Cuenca: dulce y a la vez amargo, como si fuera una naranja más pálida pero con la osadía de acercarse al sabor del pomelo.

Caminando por la ciudad (en los viajes camino aún más que en Buenos Aires) encontré un cartel que decía “helado a la plancha”. La curiosidad fue enorme. Fracasé algunas veces en mi intento por probarlo porque ese noviembre de 2009 en el Ecuador había cortes de luz por falta de energía y en mis primeros intentos encontré la heladería cerrada. Finalmente, logré probarlo en “Ice Factory” a este helado desplegado en una plancha fría mezclado con otros ingredientes a elección, de textura distinta, que se la da no sólo la mezcla sino el contacto con esta plancha helada, algo así como la plancha de las hamburgueserías pero que quema los dedos con frío y no con calor. Probé el helado a la plancha y enseguida probé otro. Y otro.

Pero la revelación de los helados en Cuenca llegó en mi segundo viaje a la ciudad, en 2010, cuando me hice fanático de los helados “de palito” cuencanos. En muchas tiendas aparecen en las heladeras estos helados con forma más o menos cónica, sin grandes envoltorios (no más que un film transparente que los recubre) y con sabores realmente naturales, caseros, reales, sin falsedades. Ya sabemos que es hora de abandonar tantos saborizantes y tantos colorantes y redescubramos los sabores naturales de los alimentos. En esos pequeños y maravillosos heladitos estaba muy claro (y muy rico) ese mensaje.

Javier Porta Fouz