Crónicas de Barrio
“el rodar por tu empedrado es un beso prolongado que te da mi corazón”
Barrio plateado por la luna, pintado de tonos que tienen siempre un aire gris opaco en mis recuerdos, no tanto por la tristeza cuanto por la soledad que respiré en sus calles. Gris potenciado por la noche, con portones embadurnados por la luz anaranjada de las bombillas Osram, sobre un fondo de negros intensos de sus paredes oscuras. Estela de colores, de seguro, inventada por las panaderas para darles algo de calor a sus madrugadas.
La infancia no me da para evocar alguna de sus calles, pues aquella la pase en el mismo centro, en el barrio Norteamérica, o mejor dicho en las esquinas de la Borrero y Vega Muñoz, el pleno centro de Cuenca. La adolescencia me asaltó mientras jugaba un partido de fútbol en Todosantos; mejor razón no pude tener que una Gata de ojos enormes y labios carnosos, que a decir de cualquier envidioso de mi suerte: era una bocota, eufemismo para disimular las ganas que tenían de ser atrapados en esas fauces de felina imposible e improbable.
Siempre la noche era la única oportunidad de verla, en medio de un gentío, de amigos, de pretendientes, de amigos pretendientes, de pretendientes enamorados que ella ignoraba reconocer. Ya sabemos que la belleza es un don que demanda respeto, pero que al mismo tiempo desata miedos, y en casos como el de un adolescente solitario, puede ser tan dañina como para convertirlo a uno en un caminante sin camino, en una hoja suelta en el viento de la tarde. Cosa rara, sin haber visto un otoño más que en el cine, siempre supe que esa era la estación más parecida a mi adolescencia; una hoja, miles de hojas lanzadas al viento.
Mi otoño adolescente se parecía a las canciones de Bumbury, rebeldía embadurnada con altas dosis de melancolía y uno que otro poema, y es que como no hablar entonces de corazones rotos y tristes canciones, si tus compañeras de colegio siempre le daban más bola al profesor que tenía como treinta y pico, era soltero y además buen cantante…qué se yo! Por más que les presentaras tu corazón derretido, ellas siempre terminaban involucradas con aquel mancito a quien no sabíamos si odiar o envidiar.
Pero la Gata era distinta, no me quedaba de otra que hacer ronda por su calle, por su manzana, por todo el barrio. Siempre había la posibilidad que deje sus oficios de princesa de castillo proletario y desciende al de hija común -eso si- nada más que para comprar en la tienda una coca cola, o unos tabacos para el papá. Ahora que lo pienso, eso debió haber estado programado para que todos le hagamos una corte, de suspiros, de miradas, de deseos, de envidias incluso, porque otras chicas del barrio siempre decían que guapa no era.
Yo no hacía sino pasear los días, las tardes, y las noches por la Juan Jaramillo, por la Honorato Vázquez, por la Mariano Cueva, la Calle Larga era una obligación. Preocupada, mi familia, me obsequió una cámara fotográfica, una Minolta SRL semiautomática; y no es que nos hubiese sobrado la guita, como psicólogo mi papá intuyó que eso iba a salir más barato que tener un loco en casa. Inundé el barrio de imágenes, o mejor dicho, se las tomé prestadas; perros, grafitis, tiendas, borrachos, algunos zaguanes, pordioseros, jugadores de indor, de fútbol, un par de piernas, niños, cholas, mujeres. Debo decir que en años jamás me topé con una fiesta –acá no se hacían quinceañeras- eso si, desde la calle siempre se escuchaba a los locutores de deportes y noticias de las emisoras, que por el zumbidito inconfundible debían ser, de amplitud modulada, o sea la AM.
Una tarde lluviosa de esas infinitas, en mi periplo de vagabundo solitario, encontré a otra de esas almas vagabundas: Sentado en un portal de la Calle Larga, con sus lentes gruesos, bastón de madera y sombrero de paño, manteniendo fija su mirada en la pared blanca del convento de las Oblatas. No parecía buscar nada, no había nada en lo que pudiera estar concentrado; quizás se miraba a si mismo y la pared hacía las veces de reflejo. Tuve miedo de hacerle la foto al anciano, pero una leve mirada suya me convocó a disparar la última foto que me quedaba en el rollo.
Como dije, mi vida era un constante deambular por las calles del centro, Todosantos era el favorito para la tarde, por el olor del pan, por sus casas de paredes limpias, por el sol que se filtraba entre las ventanas e iluminaba las vetas marcadas en los rostros y esas miradas de cristal reluciente y al mismo tiempo cansado que tenían los ancianos, que parecían haber envejecido al mismo tiempo y ritmo que las paredes y las tejas de sus casas; y me gustaba sobre todo, pero por sobre todo, por ella, esa mujer con sobrenombre de felino, la Gata.
Los años me fueron alejando de caminar por Todosantos, hasta una tarde de domingo en la que me encontré con una foto enmarcada. La pobreza de ser estudiante universitario me llevó a buscar al anciano. Dos, tres, cuatro casas se habían derrumbado, por ahí me ubicaron cual era la del fotografiado, entré; una señora tomó el retrato, sólo atinó a gritar, no me acuerdo ni lo que dijo porque al instante me vi rodeado de los hijos, los nietos, las hijas, las nietas del abuelo de la foto. Había fallecido unos años atrás. Ahora comprendo que cuando miraba la pared blanca estaba viendo el final de un camino, y su leve mirada era para aprobar que en el último fotograma de mi rollo a color, quede grabada en tonos de melancolía, la que sería la última foto que le quedaba a él en el rollo de su vida.
Más que la emoción de los suyos, me conmovieron la dignidad y la generosidad del viejo, para permitirnos tras su partida un regalo eterno a los suyos y a un muchacho, al cual lo único que lo unía era la misma soledad y el color del otoño. Salí agradecido de esa casa, ya no tan pobre pues había descubierto las implicaciones que el tiempo y la vida tienen con la fotografía, memoria, y los sentimientos; aunque mis bolsillos –debo anotarlo- salieron igual de vacíos que cuando llegué.
Desde entonces no he regresado a hacer fotos en Todosantos, quien sabe si la Gata se hizo monja pues nadie sabe de su destino; el otoño dejó de ser mi estación favorita, el profesor terminó casado con una alumna más joven que prefirió después fugarse con otro señor aún más viejo que el; las panaderías siguen sabiendo igual, y aunque mucho parece haber cambiado en este barrio, la pared del convento y las calles de tonos grises siguen estando ahí, aunque por cierto, he descubierto que mi estación favorita es el verano.
Por: Patricio Montalezza